jueves, 14 de febrero de 2013

El mundo interior de "la Bonita" Bermúdez

La campeona mundial cumple a rajatabla una rutina antes de cada pelea con admirable concentración.


Nueve de la noche de un viernes cualquiera. En el vestuario del Club Ciclón de La Tablada hace mucho calor pero nadie se queja. No hay ventilación y sí demasiada gente en relación a los metros cuadrados del espacio. Dos boxeadores que llegaron del conurbano bonaerense hacen foco, escuchan las indicaciones y tiran golpes al aire sin parar. En algunos minutos subirán al ring a agrandar o a opacar un palmarés que casi nadie conoce. Una boxeadora pasa como una luz a apaciguar en la ducha la bronca por haber perdido. Otro púgil se está haciendo un vendaje. Y ella, La Bonita, está en el medio de todos. Pero no ve a nadie.

A fuerza de golpes, Daniela Bermúdez se transformó en una boxeadora con aspiraciones grandes. En menos de un año y medio consiguió dos títulos mundiales interinos (gallo y súperpluma AMB) y es la única campeona mundial que tiene el Gran Rosario. Con esos cinturones llegaron las responsabilidades, arriba y abajo del ring. Ahora, la Bonita está ante una de ellas: va a exponer uno de los títulos en el combate central de una velada que terminará pasada la medianoche.

Cada paso de la preparación es un ritual: La Bonita llega al vestuario, se sienta en una silla y espera el vendaje que llevará media hora. Sigue al detalle cada movimiento de la mano que la venda, la de su papá, que está sentado enfrente y hace el trabajo con paciencia oriental. No se miran hasta que él le dice algo y ella sonríe. Pero nada más. Después ella se va al baño, se pone los protectores y la ropa de la pelea. Se toma varios minutos para pasar los cordones de las zapatillas por cada ojal. Cuando se vayan todos a ver el combate preliminar y se quede sola sacará del bolso una medallita de la Virgen del Luján, a la que le dará un beso. Y el domingo le irá a agradecer.

La rubia de raros peinados lleva más de dos horas en el camarín en el que no establece diálogo fluido con nadie. Por momentos se mezcla con los otros, que le sacan fotos y le piden autógrafos. Como una reacción autómata, cada vez que aparece un flash ella pone brazo y puño en señal de guardia. Sonríe apenas y sigue en lo suyo. Lo suyo es ahora, tirarle golpes al espejo, elongar e hidratarse de a poco. Afuera, su hermano Gustavo, al que no quiso salir a ver porque se pone nerviosa, ya ganó el combate. Entonces el vestuario se vuelve a invadir de gente que espía los últimos movimientos de La Bonita antes de salir. La alientan, le dicen "vamos campeona". Y la admiran.

Ahora Daniela está adentro del túnel que monta la televisión para que los boxeadores aparezcan en escena como si fuesen superhéroes. Hay show: música, luces, humo de color y gente eufórica. La Bonita mira fija a la cámara y sube al ring. Se persigna en cada round y sale con todo. Ya arrinconó a su rival de turno varias veces y la tiró en dos ocasiones a la lona. Pero ganará en las tarjetas y no por nocaut. La Bonita no es noqueadora pero mete miedo: hace rato que se para distinto arriba del ring, tiene otra presencia y los golpes aceitados.

Suena la última campana y ella, la protagonista de la noche, levanta los brazos y recorre el ring tirando besos para los cuatro costados. La suben en andas y el público vibra. Instantes después ella se pone enfrente de la cámara de televisión y le habla: mantiene un monólogo con dedicatoria durante varios segundos. Raro, pero se suelta, como soltó los brazos en la última media hora castigando a su retadora. Ahora se va de la escena que pareció guionada, pero que no es ficticia. Es apenas la rutina de alguien que sueña en grande a partir de un deporte que no es para débiles.

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