La campeona mundial cumple a rajatabla una rutina antes de cada pelea
con admirable concentración.
Nueve de la noche de un
viernes cualquiera. En el vestuario del Club
Ciclón de La Tablada hace mucho calor pero nadie se queja. No hay
ventilación y sí demasiada gente en relación a los metros cuadrados del
espacio. Dos boxeadores que llegaron del conurbano bonaerense hacen foco,
escuchan las indicaciones y tiran golpes al aire sin parar. En algunos minutos
subirán al ring a agrandar o a opacar un palmarés que casi nadie conoce. Una
boxeadora pasa como una luz a apaciguar en la ducha la bronca por haber
perdido. Otro púgil se está haciendo un vendaje. Y ella, La Bonita, está en el medio de todos. Pero no ve a nadie.
A fuerza de golpes, Daniela Bermúdez se transformó en una
boxeadora con aspiraciones grandes. En menos de un año y medio consiguió dos títulos mundiales interinos (gallo y súperpluma AMB) y es la única campeona mundial que tiene el Gran Rosario.
Con esos cinturones llegaron las responsabilidades, arriba y abajo del ring.
Ahora, la Bonita está ante una de
ellas: va a exponer uno de los títulos en el combate central de una velada que
terminará pasada la medianoche.
Cada paso de la
preparación es un ritual: La Bonita
llega al vestuario, se sienta en una silla y espera el vendaje que llevará
media hora. Sigue al detalle cada movimiento de la mano que la venda, la de su
papá, que está sentado enfrente y hace el trabajo con paciencia oriental. No se
miran hasta que él le dice algo y ella sonríe. Pero nada más. Después ella se
va al baño, se pone los protectores y la ropa de la pelea. Se toma varios
minutos para pasar los cordones de las zapatillas por cada ojal. Cuando se
vayan todos a ver el combate preliminar y se quede sola sacará del bolso una
medallita de la Virgen del Luján, a
la que le dará un beso. Y el domingo le irá a agradecer.
La rubia de raros
peinados lleva más de dos horas en el camarín en el que no establece diálogo fluido
con nadie. Por momentos se mezcla con los otros, que le sacan fotos y le piden
autógrafos. Como una reacción autómata, cada vez que aparece un flash ella pone
brazo y puño en señal de guardia. Sonríe apenas y sigue en lo suyo. Lo suyo es
ahora, tirarle golpes al espejo, elongar e hidratarse de a poco. Afuera, su
hermano Gustavo, al que no quiso
salir a ver porque se pone nerviosa, ya ganó el combate. Entonces el vestuario
se vuelve a invadir de gente que espía los últimos movimientos de La Bonita antes de salir. La alientan,
le dicen "vamos campeona".
Y la admiran.
Ahora Daniela está adentro del túnel que
monta la televisión para que los boxeadores aparezcan en escena como si fuesen
superhéroes. Hay show: música, luces, humo de color y gente eufórica. La Bonita mira fija a la cámara y sube
al ring. Se persigna en cada round y sale con todo. Ya arrinconó a su rival de
turno varias veces y la tiró en dos ocasiones a la lona. Pero ganará en las
tarjetas y no por nocaut. La Bonita
no es noqueadora pero mete miedo: hace rato que se para distinto arriba del
ring, tiene otra presencia y los golpes aceitados.
Suena la última campana
y ella, la protagonista de la noche, levanta los brazos y recorre el ring
tirando besos para los cuatro costados. La suben en andas y el público vibra.
Instantes después ella se pone enfrente de la cámara de televisión y le habla:
mantiene un monólogo con dedicatoria durante varios segundos. Raro, pero se
suelta, como soltó los brazos en la última media hora castigando a su retadora.
Ahora se va de la escena que pareció guionada, pero que no es ficticia. Es
apenas la rutina de alguien que sueña en grande a partir de un deporte que no
es para débiles.
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